Los espectros de la ciudad

"Hay", me ha dicho alguien, "muchos espectros en la ciudad". Entre ellos, espectros que golpean reiteradamente una u otra puerta. Espectros desventurados que no miden lo triste de su propio impulso, y divagan sus solitarios esfuerzos en medio de las llamadas surgidas de la vitalidad fantasmagórica del que dice: "está aquí", o "no hables". O que dice, con ronco alarido: "no he dicho nada, porque no está aquí".
Dice muchas cosas la gigantesca alegoría de los espectros tocando las puertas. Un acopio de risas, suspiros y reclamos se acomoda frente a las realidades del intrincado misterio manual, y de esas risas, suspiros y reclamos está hecho el talón espectral de aquella muerte que gime con valentía en el mar.

"Son muchos", siguió diciéndome alguien, "incontables, los espectros que rondan en todos los ámbitos de la ciudad. Unos aman al fuego, residen en la canaleta que alguien dejó olvidada allá, por los perímetros sanguinolentos de la ciudad, por el recuerdo, por la angustiosa situación de haber confeccionado un manteo para recién interesarse en conversar con los otros e incontables espectros de la ciudad.
"Yo me remito a los cuerpos muertos de las ciudades, los cuales tienen la mágica perseverancia de acercarse, de tocarme las costillas, de verme el esternón con sus menudos ojos. No hay duda de que esos cuerpos habrán de levantarse, alguna vez. Habrán de levantarse porque son gentiles, para amarrarle a uno el lazo de los zapatos. Habrán de levantarse para ejercer la venganza, porque la venganza se ejerce también con gentileza.
"Acaso no has llegado a saber que los muertos son gentiles. Ellos, más que nosotros, tienen el don de la palabra. Son demoníacamente angélicos, y su fuerza reside en eso reflexivo que tratan de hacerle hablar a su interlocutor".

Porque los espectros de la ciudad también saben viajar, y uno a veces los extraña. Es entonces - es decir, cuando están ausentes - que los pájaros cantan más tranquilos, que los horrores se distienden más aún, que los labriegos dan la mano con mayor satisfacción, que los cerros son más altos, que la pacificación de los relojes se convierte en opereta, que los imbéciles se transfiguran; esto último porque los imbéciles no tienen la virtud mágica de reconocer los espectros.

"Déjalo que cante", me dijo alguien. "Porque si no dejas que cante, reconocerás tácitamente el olvido. Y el olvido, de todas maneras, es peligroso para gran parte de la humanidad, y consecuentemente para ti. Es el olvido el promotor de tu emoción, y la razón suprema de tu virtud para contemplar los espectros de la ciudad. Ves. Los espectros tienen el don del viaje y del olvido. Ellos no saben que nosotros los estamos contemplando, así, en la ráfaga que significa para el mundo una ciudad.
"Ellos, los espectros, son dueños y señores del olvido. Son viajeros, pero sin embargo están siempre aquí. Y "aquí" - ten en cuenta - es la ciudad. Aquí, siempre aquí".

Cuando rozas con el hombro una esquina de alguna ciudad, viene a ti un escalofrío de espanto. Ves, a lo lejos, en una botica, por ejemplo, un espectro que te hace señas o, en un balcón, así a lo lejos, otro espectro que está moliendo café.
O bien, cuando suspiras frente a la ciudad, ves espectros de otra clase, de otra calidad. Espectros que desmienten la substancia del pensamiento.
Espectros cuya actitud desmiente la función del hígado y toda otra función. Ni las sombras, ni el sol, ni las casas, ni las amplias plazas, ni el hondo sentido de las canaletas, ni los dolores de la frente al contemplar la luna, pueden evitar la presencia de los espectros en las ciudades.
Son espectros. Están siempre en tu alma.

(Jaime Saenz)